martes, 2 de junio de 2020

Terramar: la ilusión del equilibrio

Aunque no puedo recordar con exactitud cuándo fue la primera vez que leí un libro de Terramar, pasaron casi diez años entre mi lectura de los primeros (Un mago de Terramar, Las tumbas de Atuan, La costa más lejana) y los otros. De hecho fue en el pasado verano cuando decidí ponerme al día y compré Tehanu. Sorprendido, comencé a buscar los demás libros. Quizás mi lapso como lector justifique el impacto que tuve al descubrir que aquello que había creído de una manera a lo largo de casi diez años— había sido siempre de otra.


Como sucede casi con rigor absoluto con esta clase de textos, en la contratapa de los libros se compara la obra de Ursula K. Le Guin con el universo de Tolkien. “Todo amante de la Tierra Media debe explorar estas páginas repletas de fantasía y vertiginosas emociones”, indica con apático entusiasmo algún redactor anónimo. Sería interesante, puesto que la obra de K. Le Guin tiene ya más de 50 años y una gran cantidad de textos que exploran con minuciosidad los recovecos de ese mundo mágico, que la saga de Terramar se presentara como lo que es y no como algo con una semejanza fantasma con la obra de Tolkien. En parte porque, realmente, el único punto de semejanza entre las dos obras se podría ubicar en la palabra fantasía y, la razón más importante, porque es una saga elegante e inteligentemente tejida, capaz de brillar con luz propia.

Lo que Terramar es a primera vista:

Terramar es agua, oleaje, baladas cantadas en pueblos costeños, hechiceros de aldea que urden hechizos para proteger barcazas de pesca o reparar calderos, galeones que trafican esclavos, campesinos que labran la tierra, magos que recorren el Archipiélago, dragones sabios y maliciosos. Las historias que surjan de este particular escenario destilan un fresco —y delicioso— sabor caribeño que las destacan de cualquier otra obra popular de fantasía que haya abrevado de la sobriedad de la épica europea. La mayoría de los habitantes de Terramar son de tez oscura (con distintos grados de tonalidad) y comparten todos un mismo idioma, más allá de las mínimas diferencias dialectales entre distintas zonas insulares. El único pueblo “distinto” es la raza karga, personas belicosas de piel blanca que realizan incursiones agresivas contra la gente del Archipiélago.


En las numerosas islas del Archipiélago, las manifestaciones de la magia son amplias, prodigiosas y continuas. Los magos, conocedores de la Lengua Verdadera, pueden crear ilusiones de todo tipo, conjurar fuerzas elementales como vientos y tormentas e incluso alterar la propia realidad al transformarla. Esto, articulado con el ya mencionado tono caribeño de Terramar, resulta en imágenes literarias particularmente bellas y ligadas, sobre todo, a la navegación. Todo buen barco lleva su propio hechicero de vientos y nubes para que genere corrientes propicias de aire y aleje tormentas peligrosas. Muchos magos, al caer en la tentación de la transformación, se han abandonado bajo la forma de delfines, nutrias y aves marinas hasta olvidar su propia identidad humana.


¿Cuál es la naturaleza de esta magia? Los sortilegios son presentados como la conclusión lógica de una premisa simple, pero profunda: todas las cosas tienen un nombre verdadero y el nombre equivale a la esencia de la cosa. De hecho todos ocultan con enorme celo sus nombres verdaderos y se manejan de común con sobrenombres. Divulgar a otro ese nombre es darle poder sobre uno mismo, sobre la propia vida. Ergo, el conocimiento de esta lengua primigenia y su aprendizaje son la llave de la magia y del poder. Ese lenguaje verdadero, que los magos aprenden a fuerza de estudio, es el idioma materno de los dragones. Los verdaderos y sabios magos utilizan este poder solo en casos de verdadera necesidad. Una lluvia aquí puede provocar una sequía allá. La magia, por lo tanto, también es responsabilidad y su ejercicio está institucionalizado bajo la sombra de la isla de Roke, escuela de magia gobernada por nueve maestros y por un archimago supremo que funge como decano. La sabiduría empieza y termina, en palabras del archimago, en hacer lo que se debe hacer y en ser capaz de discernir qué es lo que se debe hacer. Este balance lo es todo y es la enseñanza máxima de la escuela de Roke.


Lo que yo pensé que Terramar era:

Los primeros libros nos cuentan el viaje de Ged, un muchacho de una pequeña aldea, y cómo pasó de ser un joven arrogante y prometedor al último gran archimago de Terramar.  En esa peripecia Ged recupera, para beneficio de todo el Archipiélago, un mítico y antiguo anillo con una olvidada runa grabada que era la clave para devolver la paz a la caótica vida de las islas. En esa aventura rescata a Tenar —una niña karga forzada a ser sacerdotisa de un culto antiguo— y luego ayuda a Lebannen —un muchacho noble— a restaurar el equilibrio de la magia (que había sido puesto en peligro por un nigromante) y a coronarlo como rey de Terramar.


En conclusión, por espacio de diez años viví creyendo que las historias de Terramar eran, básicamente, las narraciones épicas sobre un poderoso mago que aprendió a vivir como servidor del equilibrio, que protegió el equilibrio del Archipiélago y cuyo poder nacía del conocimiento profundo de un lenguaje antiquísimo en el que palabra y cosa son una misma singularidad. Es decir, magia análoga a las lucubraciones lingüísticas de Cratilo, quien discutió con Hermógenes —mediado por Sócrates—, si acaso no era razonable pensar que el lenguaje encerraba la naturaleza de lo nombrado. Premisa que lo condujo a la afirmación (que bien podría haber sido una máxima en Roke): «El que conoce los nombres conoce también las cosas».


Lo que Terramar resultó ser:

A partir de Tehanu, descubrimos que el esfuerzo de Ged no devolvió el equilibrio a la magia. Hay un rey de nuevo en la ciudad de Havnor y ha sido recuperada la runa de la paz, pero Terramar sigue amenazada por el colapso. En este punto se retoman, cada vez con más insistencia y con un volumen creciente, algunas preguntas formuladas por Tenar en Las tumbas de Atuan. La niña karga se hizo varias preguntas sobre un tópico que Lebannen nunca tocó: el poder. No tanto sobre la naturaleza del poder, sino más bien sobre quién detenta el poder. En Roke no se permite que las mujeres estudien magia. De hecho, ni siquiera se permite el ingreso de mujeres en la escuela. Las brujas están relegadas al curanderismo más burdo y al ejercicio de una magia baja, casi mezclada con la superstición. Tampoco se permite que un mago enseñe palabras del Habla Verdadera a una mujer. Las jóvenes brujas aprenden de otras brujas o de hechiceros (brujos de pueblo que se ocupan de trabajos menores: curar la sarna de los animales, remendar calderos, bendecir redes de pesca). Las Altas Artes (sortilegios de transformación, de invocación y de forma) solo son practicadas por los magos que completaron su formación. “Débil como magia de mujer; maligno como magia de mujer”, afirman los proverbios de Terramar. ¿Fue esto siempre así? Las narradoras de K. Le Guin ven a través de los siglos de conservadurismo de los magos y descubren temor, temor hacia las mujeres cuando trabajan juntas.


En historias olvidadas y muy anteriores a la época de Ged, se cuenta cómo Roke fue fundada, de hecho, por mujeres. Progresivamente el egoísmo y la ambición de los hombres fue cristalizando en una cierta liturgia que terminó en una apropiación total de un poder que antes había sido compartido y luego, con la creación del título de archimago, se terminaron de definir las reglas y divisiones entre magos, hechiceros y brujas.


Ahora bien, no solo se propone un revisionismo histórico de las mismas leyendas de Terramar que descubre un trasfondo del más rancio machismo. La última revelación involucra el origen mismo del desbalance en Terramar: el momento en el que los hombres codiciaron el don de la magia.


Antiguamente, como recuerda la tradición de los kargos, hombres y dragones fueron una sola raza. Luego se separaron y tomaron dos caminos opuestos: los dragones eligieron la libertad salvaje y el Habla Verdadera; los hombres, la civilización y la acumulación de los bienes. Sin embargo, los hombres de Terramar  —los primeros magos— hicieron trampa y conservaron las palabras verdaderas a través del arte de la escritura. Soñaron con urdir hechizos y poder vivir para siempre, así que tejieron un inmenso encantamiento sobre Terramar para que, luego de morir, sus espíritus se reencontraran en un espacio común en lugar de volver a la tierra y reencarnar en otras criaturas. Con el paso de los siglos, ese Más Allá artificial resultó ser no mucho más que un lugar estancado donde los colores, la belleza y la paz fueron muriendo poco a poco. El reino de los muertos se convirtió, entonces, en un lugar oscuro y terrible.


Los magos de Terramar, creyéndose protectores del equilibrio, de la magia y del orden natural, no eran más que los guardianes ignorantes de una tradición egoísta y antinatural que condenaba a sus semejantes, en vida y en muerte. La cuestión no es, ya en el fondo, cuál es la naturaleza del poder ni quiénes lo detentan, sino si están dispuestos a hacer lo que se debe hacer, renunciar a este y aprender a vivir sencillamente por lo que son.


Sin otro particular,

Nemo

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