lunes, 8 de junio de 2020

20 años de Diablo II y su legado


Diablo II ocupa un lugar muy especial en mi memoria y en mi historial con los videojuegos. Fue, de hecho, el primero que instalé cuando tuve una computadora y al que jugué noches enteras. Hoy, 13 años después, finalmente pude completarlo.

¿Tanto tiempo? Hay una razón sencilla. La versión pirata que mi mejor amigo y yo jugábamos tenía un curioso error: un archivo corrupto de textura que provocaba que el juego se colgara en situaciones muy específicas. Había unos fantasmas, que abundaban sobre todo en el Gran Pantano del acto III, que provocaban este error fatal. Sin embargo, había otro lugar donde el colapso del juego se desencadenaba de forma inevitable: exactamente en las puertas del santuario de Diablo, en la misión final en la que debíamos, luego de muchas peripecias, derrotarlo. Como la perspectiva de buscar en la web el archivo de la texturas, descargarlo y reemplazarlo a mano era algo que escapaba a mi horizonte de posibilidades como usuario primerizo de una computadora, me limité a crear una veintena de personajes distintos (sobre todo nigromantes) y levelearlos hasta donde el juego me lo permitiera. Cuando eso se tornó aburrido hice una media docena de personajes con builds tontas, inútiles y divertidas (como un bárbaro de salto o un paladín de golpe de escudo).

Más de una década después, en el contexto de la cuarentena obligatoria, me encontré a mí mismo jugando un poco todas las noches en una versión completa con la expansión que encontré en alguna página. Mi nuevo personaje, por supuesto, volvió a ser un nigromante. Recuerdo muy bien a mi primer nigromante, llamado Mithrandir, fruto de un debate con mi amigo sobre si valía la pena maxearle la habilidad de escudo de hueso. Fue un nigromante que se abrió camino, desde el principio hasta el final, a punta de espada (incluso recuerdo la espada: el Azote de Clegaw). En honor a ese nigromante primigenio, hice uno con maestría en veneno y hueso especializado en escudo de hueso y en daga venenosa. En retrospectiva, me impresiona la paciencia que tuve para llevar un nigromante 100 % melee (u otros más bizarros, como un nigromante solo de maldiciones y un invocador de golems).

Quizás fuera por esos personajes elaborados fuera de las reglas de la lógica y de la estrategia que albergara un recuerdo tan escabroso de la dificultad del juego. Indudablemente el hecho de que fuera un preadolescente jugando su primer videojuego contribuyó mucho a la cristalización de un temor genuino ante ciertos jefes y escenarios. Hoy, con mucha más experiencia en videojuegos similares, no resultó tan problemático avanzar hasta el final del juego.

En el camino de buscar las fórmulas del cubo horádrico y de investigar sobre ciertas mecánicas particulares de ciertas habilidades, realicé un poco de arqueología digital en publicaciones de más de diez años en las que los más grandes eruditos en Diablo II disertaban sobre los límites, posibilidades y aspectos variopintos del juego. Rumores, leyendas urbanas, debates sobre la metanarrativa, consejos para no caer en las manos de un griefer, y un sinfín más de tópicos son los que albergan las catacumbas de los foros de la comunidad del Diablo. Es decir, alrededor de este juego, clásico entre clásicos, floreció una activa comunidad de foreros cuyos ecos permanecen hasta el día de hoy.

Aunque es una afirmación discutible, mi veredicto es que el Diablo II envejeció con muchísima dignidad. Sus escenarios ricos en detalles articulan con una historia más bien minimalista y resultan en un efecto muy curioso: un efecto de profundidad que va más allá del falso 3D hecho con un punto de vista isométrico. Ernest Hemingway desarrolló un estilo como escritor fundado en lo que él llamaba "la teoría del iceberg". En pocas palabras, proponía que, en la narración de una historia, aquello que no se muestra es incluso más importante que aquello que se muestra. La verdadera habilidad del redactor estaría, por lo tanto, en saber sugerir y mostrarle al lector la punta de la inmensa mole de hielo sumergida que es el iceberg. De esta forma todo lo que no se dice es repuesto por la imaginación del lector. Algo parecido noté en las peripecias que propone el juego.

La historia es, en sus términos más básicos, muy sencilla: encarnar el rol de una especie de mercenario que trata de detener a Diablo antes de que libere a sus hermanos Baal y Mefisto para poder salvar al mundo de la destrucción infernal a la que estos demonios quieren someterlo. Sin embargo, todo el tiempo se nos insinúan cosas que han pasado antes o que existen en otros lugares. Enormes y laberínticos templos egipcios, ruinas de ciudades perdidas en la selva, una dimensión (tributo a Escher) que ocupaba un antiguo hechicero para sus estudios, viejos clanes de magos, reinos y reyes, cosmos y cosmogonías. Todo el tiempo tenemos la vívida sensación de estar caminando por un universo amplio y enriquecido por mil leyendas del que solo podemos vislumbrar una pequeña parte. Esto incluso se refuerza con ciertas armas y armaduras que llevan nombres de —suponemos— antiguos y olvidados héroes.

Otro factor clave que destaca la historia de Diablo II es el no escatimar en pretensiones. ¿Vamos a contar una historia sobre la lucha del bien contra el mal? Hagamos que el héroe o heroína se enfrente al mismísimo Diablo y a todas las fuerzas desatadas del infierno. Aunque el juego que más me gustó como heredero de las mecánicas que el Diablo II institucionalizó en los videojuegos de rol fue el Sacred (que hizo un guiño con la ciudad llamada Tristán), la historia de este último resulta comparada a la épica del Diablo II— poco menos que decepcionante. Un nigromante trata de hacer una invocación y el gnomo que lo ayuda patea por error un poco del polvo del círculo mágico que encierra al demonio, este ataca al invocador y escapa para sembrar desorden en el mundo. La historia de Diablo II es simple, pero tremendamente efectiva en su simpleza y no solo ofrece al jugador la satisfacción de salvar al mundo del mal, sino de lograrlo a través de la derrota en combate contra la encarnación misma del mal.

Rejugar el Diablo II, que es conocido con suerte— por las nuevas generaciones como una especie de mito lejano, fue descubrir que en ese título hay honores que no dependen del lente empañado de la nostalgia y que, realmente, lo hacen un clásico que supo ser un punto de quiebre y de redefinición en la industria del videojuego.

Sin otro particular,

Nemo

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