Recordé una discusión en clase de historia y filosofía
moral. Dubois hablaba sobre los desórdenes que procedieron al colapso de la
República de Norteamérica, allá en el siglo XX. Según él, antes de que todo se
viniera abajo un periodo en el que crímenes como el de Dillinger (un desertor
que había matado a una niña) eran tan corrientes como las peleas de perros. El
Terror no sólo se hallaba implantado en Norteamérica; Rusia y las Islas
Británicas lo sufrían también, así como otros países. Pero llegó al colmo de
Norteamérica poco antes de que la civilización se hiciera pedazos.
Las gentes cumplidoras de la ley —nos había dicho Dubois— apenas se atrevían a pasear en un parque público por la
noche. Hacerlo suponía correr el riesgo de verse atacado por jóvenes salvajes
armados con cadenas, cuchillos, pistolas de fabricación casera o porras, y como
mínimo resultar herido, robado con toda seguridad o quedar inválido de por
vida, o muerto incluso. Tal estado de cosas duró muchos años, hasta que estalló
la guerra entre la Alianza ruso-anglo-americana y la Hegemonía china. El
asesinato, el vicio, las drogas, el robo, los asaltos del vandalismo estaban a
la orden del día. Y no sólo de los parques, sino también en las calles y a
plena luz del día, en los alrededores de las escuelas, incluso en el interior
de las mismas. Pero los parques, sobre todo, eran tan peligrosos que las gentes
honradas se alejaban de ellos en cuanto caía la noche.
Yo había intentado imaginar que aquello ocurriera en nuestras
escuelas, y sencillamente no había resultado imposible. Ni nuestros parques. Un
parque era un lugar para divertirse, no para que te atacaran. En cuanto a que
te mataran en uno de ellos…
—Señor Dubois, ¿acaso no tenían policía? ¿Y tribunales?
—Tenían mucha más policía de nosotros. Y más tribunales.
Y todos sobrecargados de trabajo.
—Entonces no lo entiendo.
Si un chico de nuestra ciudad hiciera algo semejante, él y
su padre serían azotados, uno junto a
otro. Mas estas cosas no ocurrieron ahora. Dubois decidió entonces:
—Defina a un «delincuente juvenil».
—Pues… Uno de esos chicos que solían pegar a la gente.
—Mal
—¿Cómo? Pero libro dice…
—Discúlpeme. El texto dice así. Sin embargo, llamar rabo
a una pata no hace que el nombre encaje. «Delincuente juvenil» es una
contradicción de términos, que expresa la clave del problema y el fallo en
resolverlo. ¿Ha criado alguna vez un cachorro?
—Sí, señor.
—¿Le enseñó a comportarse bien dentro de casa?
—Pues… Sí, señor. Precisamente, mi lentitud en
domesticarlo fue lo que hizo que mi madre decidiera al final que los perros
debían estar fuera de casa.
—¿Si? Y cuando su perrito cometía algún error, ¿se
enojaba usted?
—¿Por qué? Él no sabía hacerlo mejor. solo era un
cachorro.
—¿Qué hacía usted?
—Bueno, le reñía, le frotaba el morro con aquello y le da
unos golpes.
—Con toda seguridad el no comprendía sus palabras.
—No, pero si veía que yo estaba riñendo.
—Sin embargo, acaba de decir que usted no estaba furioso.
Dubois tenía un modo muy molesto confundirle a uno.
—No, pretendían hacerle pensar que lo
estaba. Había de aprender, ¿No?
—Concedido. Pero, si ya había quedado bien claro que
usted desaprobaba aquello, ¿cómo podía ser tan cruel como para pegarle además?
Usted dijo que el pobre animalito no sabía que obraba mal. No obstante, le
hacía daño a propósito. ¡Justifíquese! ¿O acaso es un sádico?
No sabía entonces lo que era un «sádico», reconocía a los
cachorros.
—Señor Dubois, ¡el caso que hacerlo!
Primero le riñes para que sepa que ha hecho algo malo, luego le metes el morro
en la portería para que sepa a qué te refieres y le pegas para que no vuelva
hacerlo otra vez. Y hay que hacerlo enseguida. No sirve de nada castigarle más
tarde; eso sólo le confunde. Incluso así, el cachorro no prende con una sola
lección; de modo que se le vigila y se le coge otra vez y se le pega aún más.
Pronto aprende. Pero limitarse a reñirle es una pérdida de tiempo. —Entonces añadí—: supongo que nunca ha
educado cachorros.
—Muchos. Ahora estoy creando un
pachón… Según sus métodos. Volvamos a esos criminales juveniles. Los peores
eran algo más jóvenes que ustedes, los de esta clase, y con frecuencia habían
empezado de niños su carrera fuera de la ley. No nos olvidemos de ese cachorro.
Los chicos eran capturados a menudo. La policía los arrestaba a puñados a
diario. ¿Les reñían? Sí, y a veces con severidad. ¿Les frotaban el morro en lo
que habían hecho? Raras veces. La prensa y los organismos oficiales solían
mantener sus nombres en secreto; en muchos lugares, así lo exigía la ley para
los criminales menores de 18 años. ¿Les pegaban? ¡Por supuesto que no! A la
mayoría no les habían pegado ni de niños. Había una teoría, y muy extendida,
según la cual los golpes, o cualquier castigo que supusiera dolor, causaban al
niño un daño psíquico permanente. (Pensé entonces que sin duda mi padre jamás
había oído hablar de esa teoría). El castigo corporal en las escuelas estaba
prohibido por la ley. Los azotes, como sentencia de un tribunal, sólo se
permitían en una pequeña provincia, Delaware, y únicamente por algunos
crímenes, y rara vez se llevaban a efecto. Estaban considerados como un castigo
«cruel y extraordinario». Aunque un juez haya de ser benévolo en sus
propósitos, su sentencia ha de hacer que el criminal sufra o no hay castigo, y
el dolor es el mecanismo básico, innato en nosotros merced a millones de años
de evolución, que nos salvaguarda al avisarnos de que algo amenazan nuestra
supervivencia. ¿Por qué ha de negarse la sociedad a utilizar un mecanismo de
supervivencia tan altamente perfeccionado? Sin embargo, ese periodo estaba dominado
por las teorías pseudopsicológicas y precientíficas. En cuanto a lo de
«extraordinario», el castigo debe ser
extraordinario, o no sirve a sus propósitos. —Entonces señalo
a otro chico con el muñón—: ¿qué ocurriría si a un
cachorro se le pegara cada hora?
—Pues… Probablemente le volveríamos loco.
—Probablemente. Desde luego, no le enseñaríamos nada.
¿Cuánto tiempo ha pasado desde que el director de esta escuela tuvo que azotar
a un alumno?
—No estoy seguro, unos dos años. El chico había robado…
—No importa. Es suficiente tiempo. Significa que tal
castigo resulta tan extraordinario como para tener un gran significado, e
instruir. Volviendo a aquellos jóvenes criminales…, probablemente no les
pegaban de niños; desde luego, no les azotaban por sus crímenes. La secuencia
normal era: por una primera ofensa un aviso, una reprimenda, a menudo sin
juicio. Después de varias ofensas, una sentencia de confinamiento, pero una
sentencia que podía suspenderse mientras el chico quedaba en libertad a prueba.
Podía ser arrestado varias veces, incluso condenado varias veces, antes de ser
castigado, un castigo que consistía simplemente en encerrarlo con otros como
él, de los que aprendían más hábitos criminales. Si no se metía en líos durante
su encierro, generalmente podía librarse de más de la mitad de la condena
saliendo a prueba “bajo palabra”, según la fraseología de la época. Esta
secuencia increíble duraba años y años, mientras sus crímenes aumentaban en
frecuencia y maldad, sin más castigos que esos encierros esporádicos, aburridos
pero cómodos. Con todo, al cumplir los 18 años, y según la ley, este llamado
“delincuente juvenil” se convertía en un criminal adulto. Y a veces, en
cuestión de semanas o meses, acababa en la celda de la muerte esperando su
ejecución por haber cometido un asesinato. ¡Usted!
Me había señalado de nuevo.
—Supongamos que se limita a reñir a su
cachorro sin castigarlo nunca, que le deja seguir soltando porquería por la
casa, que de vez en cuando le encierra en un edificio exterior, pero vuelve a
dejarla entrar pronto en casa diciéndole tan sólo que no lo haga de nuevo.
Luego, un día, se da cuenta de que ya es un perro crecido y que sin embargo no
está educado para la casa, y usted coge un arma y le mata de un tiro.
Comentarios, por favor.
—¡Vaya! En cuanto a educar un perro,
ese es el modo más absurdo de que oído hablar.
—De acuerdo. O a un niño. ¿De quién sería la culpa?
—Pues… Mía, supongo.
—De acuerdo otra vez. Más yo no lo supongo. Lo sé.
—Señor Dubois —estalló una chica—, pero ¿por qué? ¿Por qué no pegaban a los niños cuando
necesitaban, y usaban buenas dosis de correa con los mayores que lo merecía,
una lección que jamás olvidaría? Me refiero a los que hacían algo realmente
malo. ¿Por qué no?
—No lo sé —había contestado él
secamente—, excepto que el método aprobado durante siglos
para instilar la virtud social y el respeto a la ley en la mente de los jóvenes
no atraía a la clase precientífica y pseudoprofesional, los que se denominaban
a sí mismos «asistentes sociales», o a veces «psicólogos infantiles». Era
demasiado sencillo para ellos, al parecer, ya que cualquiera podía hacerlo
echando mano tan sólo de la paciencia y la firmeza necesarias para administrar
un cachorro. A veces me he preguntado si no tendrían intereses creados en aquel
desorden, pero es improbable; los adultos actúan casi siempre por «razones
elevadas», sea cual sea su conducta.
—¡Pero santo cielo! —rebatió la
chica—. A mí no me gustaban las zurras, como a ningún
niño; no obstante, cuando la necesitaba, mi madre me daba una. La única vez que
me dieron azotes en la escuela recibí otra buena tanda cuando llegué a casa, y
eso fue hace años. Confío en que nunca me veré ante un juez que me sentencie a
ser azotada; una se porta bien, y esas cosas no ocurren. No veo nada erróneo en
nuestro sistema, es mucho mejor que no poder salir a la calle por miedo a que
te maten. ¡Cielos, eso es horrible!
—Estoy de acuerdo. Jovencita, el trágico error de lo que
hicieron aquellas gentes bien intencionadas, en contraste con lo que ellos
creían hacer, tiene raíces muy profundas. Porque ellos no tenían una teoría
científica de la moral. Si tenían una teoría de valores morales, y trataban de
vivir de acuerdo con ella (no debería haberme burlado de sus motivos), pero su
teoría era errónea: un cincuenta por ciento de sueños quiméricos y otro
cincuenta por ciento de charlatanería racionalizada. Cuanto más ansiosos
estaban de obrar bien, más se alejaban de la verdad. Verá, ellos suponían que
el hombre tiene un instinto moral.
—¿Cómo, señor? Bueno, lo cierto es que si lo tiene. ¡Yo
lo tengo!
—No querida, usted tiene una conciencia cultivada, y muy
cuidadosamente adiestrada. El hombre no tiene instinto moral. No nace con sentido
moral. Usted no nació con él, yo no nací con él, como no lo tiene el cachorro.
Nosotros adquirimos el sentido moral, si es que lo adquirimos, mediante el
adiestramiento, la experiencia y el sudor de la mente. Esos desgraciados
criminales juveniles nacían sin sentido moral, igual que usted y que yo, pero
no tenían oportunidades de adquirirlo; su experiencia no se lo permitía. ¿Qué
es el sentido moral? Es una elaboración del instinto de supervivencia. El
instinto de supervivencia está en la misma naturaleza humana, y todo aspecto de
nuestra personalidad derivada de él. Todo lo que entra en conflicto con el
instinto de supervivencia actúa, más pronto o más tarde, para eliminar al
individuo, y por tanto deja de aparecer en las generaciones futuras. Esta
verdad es matemáticamente demostrable, y comprobable en todas partes. Es el
imperativo eterno que controla todo lo que hacemos. Pero el instinto de
supervivencia puede cultivarse en motivaciones más sutiles y mucho más
complejas que el instinto ciego y brutal del individuo por seguir vivo.
Jovencita, lo que usted llamó «su instinto moral» no es más que lo que le
enseñaron sus mayores: la verdad de que la supervivencia puede tener
imperativos más fuertes que los de la suya personal. La supervivencia de su
familia, por ejemplo. O de sus hijos, cuando los tenga. O de su nación, si
seguimos ascendiendo por la escala. Una teoría científicamente comprobable de
los valores morales debe estar arraigada en el instinto de supervivencia del
individuo, ¡y en nada más!, Y debe describir correctamente la jerarquía de supervivencia,
observar las motivaciones a cada nivel y resolver todos los conflictos.
Nosotros disponemos ahora de esa teoría, y podemos resolver
cualquier problema moral a cualquier nivel. El propio interés, el deber para
con la familia, el deber hacia el país, la responsabilidad hacia la raza
humana… Incluso estamos desarrollando una ética exacta para las relaciones
extrahumanas. Pero todos los problemas morales pueden ilustrarse con esta cita:
«ningún hombre es capaz de más amor que una gata que muere por defender a sus
gatitos». Una vez comprendo usted el problema al que se enfrenta esa gata, y
cómo lo resuelve, entonces podrá examinarse y descubrir hasta qué punto de la
escala moral está dispuesta a subir.
Ésos delincuentes juveniles estaban en el nivel más bajo.
Nacidos únicamente con el instinto de supervivencia, la moralidad más elevada a
la que llegaban era una débil lealtad hacia los grupos de sus pares, las
pandillas callejeras. Pero aquellos «empeñados en hacer el bien» intentaban
«apelar a sus mejores instintos», «llegar hasta ellos», «prender la chispa de
su sentido moral». ¡Bobadas! Ellos no tenían «mejores instintos»; la
experiencia les enseñaba que lo que hacían era su modo de sobrevivir. El
cachorro jamás recibió su zurra; por lo tanto, lo que hacía complacer y con
éxito debía de ser «moral».
La base de toda moralidad es el deber, un concepto con la
misma relación con respecto al grupo que el interés egoísta tiene con respecto
al individuo. Nadie predicaba el deber a aquellos chicos de manera que pudieran
entenderlo, es decir con una zurra. No obstante, la sociedad en que vivían les
hablaba constantemente de sus «derechos».
Y así los resultados hubieran podido predecirse, ya que un
ser humano no tiene derechos naturales en absoluto.
Dubois había hecho una pausa. Y alguien mordió el anzuelo.
—¿Señor? ¿Qué opina entonces de lo de
«la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad»?
—Ah, sí, «los derechos inalienables». Cada año hay alguno
que cita esa poesía magnífica. ¿La «vida»? ¿Qué derecho a la vida tiene un
hombre que se está ahogando en el Pacífico? El océano no se apiadará de sus
gritos. ¿Qué «derecho» a la vida tiene el hombre que debe morir si ha de salvar
a sus hijos? Si él prefiere salvar la suya, ¿lo hará por cuestión de
«derechos»? Si dos hombres están muriéndose de hambre, y el canibalismo es la
única alternativa frente a la muerte, ¿a cuál de los dos pertenece ese «derecho
inalienable»? ¿Y es de verdad un «derecho»? En cuanto a la libertad, los héroes
que firmaron aquel gran documento se comprometieron a comprar la libertad con
su vida. La libertad jamás es inalienable; debe redimirse con regularidad con
la sangre de los patriotas, o se pierde para siempre. De todos los llamados
«derechos humanos naturales» que se han inventado, la libertad es el más caro,
desde luego, y jamás será gratuito.
Y respecto al tercer derecho, la «búsqueda de la felicidad»,
en realidad si es inalienable, pero no es un derecho; es, sencillamente, una
condición universal que los tiranos no nos pueden arrebatar, ni los patriotas
restaurar. Tanto si me meten en una celda como si me queman en la hoguera o me
coronan rey, yo puedo seguir «buscando la felicidad» mientras mi cerebro viva;
mas ni los dioses, ni los santos, ni los sabios, ni las drogas sutiles pueden
asegurar que la consiga.
Entonces Dubois se volvió hacia mí:
—Dije antes que «delincuente juvenil»
era una contradicción de términos. «Delincuente» significa que ha fallado en el
cumplimiento del deber. Ahora bien, el deber es una virtud de adultos. En
realidad, un joven sólo se hace adulto cuando adquiere un conocimiento del
deber y lo abraza con afecto idéntico al amor que ha sentido por sí mismo desde
que nació. Nunca hubo, ni pueda haber, un «delincuente juvenil». Por otra
parte, por cada criminal joven hay siempre uno o más delincuentes adultos,
gentes maduras que o no conocen su deber o, conociéndolo, fallan en cumplirlo.
Y ese fue el punto débil que destruyó lo que durante muchos años fuera una
cultura admirable. Los gamberros que asolaban las calles eran síntomas de una
grave enfermedad; sus ciudadanos (todos eran ciudadanos entonces) glorificaron
su mitología de los derechos… Y se olvidaron por completo de sus deberes.
Ninguna nación así constituida es capaz de perdurar.
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