El concepto de relevancia cultural es uno de los temas nucleares en un artículo publicado por Benno Sanders en La educación, una revista interamericana de desarrollo educativo. ¿Qué relación tiene eso con la cafeína, las láminas y el dictado durante las clases? Mucha, poca o ninguna.
Esto es algo que hubiera querido escribir hace unos días, inmediatamente después de rendir un final de política educativa donde tuve que articular los contenidos de la materia con ese artículo. La reflexión final a la que el corpus de textos nos llevó, ante la pregunta de “¿qué es la calidad en la educación?”, es un viejo clásico de las Ciencias Sociales: depende.
A lo largo de la historia hubo diversas formas de entender la calidad de la educación en función de los imaginarios que la sociedad tenía sobre la propia educación y sobre su propósito. La postura clásica-administrativa, hija de la Revolución industrial, abrevaba de autores como Taylor, Fayol o Weber, quienes tenían una perspectiva mecanicista y racionalista del funcionamiento de las organizaciones. Con el desarrollo de la Psicología como ciencia constituida (empezando con Wundt y luego con corrientes como la del conductismo) se profundizó en la idea de eficiencia dentro de una organización. Todo esto es importante porque, en líneas generales, tanto la Didáctica como la Pedagogía se fueron constituyendo alrededor de trabajos de otras disciplinas (fundamentalmente de la Psicología y de la Psicopedagogía). Es decir, las ideas que circulaban en los espacios de formación docente estaban directamente influidas por los cambios de cosmovisión que había en esas otras ciencias. Particularmente en la concepción antropológica de cada momento histórico (la manera en la que entendemos qué es una persona y cómo funciona).
Nuevos cambios y paradigmas se fueron desarrollando. El enfoque de la eficiencia (producir más con menos recursos) viró a un enfoque de eficacia (con vistas en alcanzar determinados objetivos). Los métodos educativos comenzaron a basarse más en la Pedagogía que en la psicología industrial o en la administración económica. En este punto la cuestión de las políticas públicas con relación a la determinación de esos “objetivos” que deben alcanzarse es un poco más clara. Terminada la II Guerra Mundial, se podría hablar de una concepción de calidad educativa ligada a la efectividad (es decir, con base en que pueda causar un efecto concreto) para dar respuesta a los problemas o exigencias de la comunidad. Por último llegamos a la relevancia cultural, un enfoque mucho más holístico donde “se le da importancia a las cosas importantes” y donde esas cosas importantes serán determinadas por la coyuntura cultural de cada comunidad. Así, eficiencia (productividad desde una perspectiva económica), eficacia (alcanzar resultados con herramientas pedagógicas), efectividad (efectos reales sobre problemas políticos) y relevancia son, para Sanders, los cuatro ejes históricos que han definido qué es la calidad educativa y cómo se alcanza. El autor luego propone un paradigma multidimensional que integre todas esas perspectivas.
Vuelvo ahora a aquella madrugada en la que repasaba este texto y pensaba en la pregunta que me harían los profesores: ¿qué es la calidad educativa?
Sanders tiene razón en ese “depende”. En una misma escuela conviven ideas muy diferentes sobre lo que es una buena educación. Todas pueden observarse a través de la praxis docente. Como estudiante y como docente, enumeraré una serie de “técnicas” que evidencian la perspectiva que algunos profesores tienen sobre la enseñanza:
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- Dictado crónico de los contenidos. Profe, me perdí, después lo copio de la carpeta de Laura. Profe, ¿puede repetir la última oración?
El dictado garantiza hasta cierto punto un eficiente control de la clase, en tanto todos deben de estar más o menos callados para escuchar y ocupados en escribir. Incluso se lo puede refinar aún más haciendo que un estudiante dicte y que los demás copien. Algo que se podría haber enseñado en una clase puede extenderse incluso un mes completo.
- Fotocopias infinitas de actividades. Fundamentalmente eficientes en materias como Matemática y más aún si son fotocopias pagadas por los propios estudiantes.
Si bien probablemente solo la mitad de los estudiantes realmente harán las actividades, en tanto el docente pueda mantener una atmósfera de calma relativa (“conversen con el compañero si quieren, pero trabajen”), le será posible relajarse en su escritorio. La versión refinada implica que los estudiantes vayan pasando en orden al pizarrón a resolver los problemas. Una sola fotocopia puede rendir entre dos semanas y un mes.
- Exposiciones grupales con láminas.
Cualquiera que haya sido estudiante sabe que son una pérdida absoluta de tiempo. Lo único que realmente podría llegar a aprenderse es la convivencia y el trabajo en grupo, o así sería si la lámina no la hicieran dos personas mientras los demás no hacen nada. La investigación no suele ser nada más que copiar (escribe quien tenga mejor caligrafía, aunque algunos prefieren imprimir el texto con letra grande) el texto más resumido que ofrezca la primera página de la búsqueda de Google. ¿Fuentes? La mayoría de las páginas las incluyen y jamás conocí ningún profesor que realmente las chequeara.
¿Cuál es la razón que podría tener un docente para construir su pedagogía regular sobre una serie de prácticas que, a todas luces, solo sirven para trabajar menos? A priori sabemos que no todos los estudiantes (de hecho, la gran mayoría) quieren estar en el aula, sobre todo en cursos superiores. La mayoría ven los últimos años de la secundaria como un trámite aburrido para poder buscar trabajo con el analítico de la escuela terminada o para poder anotarse en alguna carrera. Es razonable que a muchos ni siquiera les interesen las materias (sobre todo cuando se enseñan con los métodos antes descritos). ¿Qué pasa, por otro lado, con los profesores que han cursado el magisterio porque les metieron en la cabeza que era un trabajo fácil, una carrera sencilla o porque no tuvieron una idea mejor? No es muy difícil notar que muchos profesores aborrecen la enseñanza.
La idea de calidad educativa que baja desde el Ministerio en forma de directivas es traducida en proyectos concretos por los directivos y después, con algo de suerte, es llevada a la realidad por la comunidad docente. ¿Qué sucede en las escuelas (las conozco) donde ni siquiera hay un diálogo entre los directivos y el plantel docente? Es decir, para expresarlo con toda claridad, en esas escuelas en las que uno firma el libro de asistencias en la secretaría y entra al aula con la certeza total de que a nadie le va a importar lo que uno haga con la materia. Esto queda más patente cuando uno empieza a ver que los directivos firman el libro de temas (nuestro libro de temas) como si hubieran estado observando nuestras clases; también cuando vemos lo que otros docentes han escrito y notamos, por ejemplo, que un profesor de Ed. Física que está haciendo una suplencia de Construcción de la ciudadanía lleva cuatro meses enseñando la evolución del caballo. En escuelas pequeñas es más o menos probable, según quién sea el directivo, que alguien, en algún momento, revise lo que estamos enseñando. Sin embargo, en escuelas grandes, donde ni siquiera existe un diálogo entre los mismos docentes, la calidad educativa corre expresamente a cuenta de la conciencia del docente.
La calidad educativa es, pues, un axioma común en el discurso político y en la charla de sobremesa. Algo que, a fuerza de repetición, se dejó de cuestionar y que muy pocos podrían definir. La calidad educativa es, así, una criatura casi mitológica que habita en la praxis de esos profesores que todavía creen en la educación performativa.
Esta noche alzo mi taza de café y brindo por ellos.
Sin otro particular,
Nemo
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