Recuerdo muy bien y sin esfuerzo los primeros libros de Pesadilla en la calle Fear que leí: La invasión de los hidrosimios y Los remedios de la abuela. R. L. Stine fue un autor prolífico con cientos de títulos (según estoy revisando ahora mismo, en una librería online se mencionan 358 libros con su autoría). Si bien su catálogo cuenta con varias colecciones, me limitaré a mencionar la que conozco mejor (Pesadilla en la calle Fear) y, particularmente, el libro Al final de la noche.
Lo curioso de mi vínculo como
consumidor con R. L. Stine es que lo conocí tardíamente como escritor. En
primer lugar aprendí a reconocerlo porque su nombre aparecía escrito en el
maletín que se abre al comienzo de la intro de Escalofríos, la serie de Fox Kids. Cuando el maletín se abría, los
papeles salían volando por toda la ciudad y, suponemos, cobraban vida en las
historias que veríamos. Esta clara alusión a que las historias de Escalofríos eran de su autoría (en el
sentido de estar basadas en sus libros) no me parecía un detalle ni tan claro
ni tan relevante por esa época: estaba más interesado en entender la relación
entre esa silueta que parecía un aladelta y la palabra “escalofríos”. Por
supuesto que en algún momento supe, también tardíamente, que esa era la G de Goosebumps (o que el mismísimo Stine
había aparecido en muchos episodios). No sean muy duros, nací en 1993 y era
realmente chikito cuando vi la serie.
Sobre todo los episodios con hombres lobo (“La piel del hombre lobo” era el que
me parecía más siniestro) lograban impresionarme muchísimo.
De aquella época recuerdo un
puñado de colecciones bien consistentes de cuentos de terror y de misterio para
chicos y adolescentes. Si bien la mayoría son historias que hoy, incluso leídas
con ojos de niño, dan más risa que miedo, resulta fascinante estudiar el
ejercicio de imaginación de su composición. Pesadilla
en la calle Fear proponía como escenario una ciudad ficticia (Shadyside) y
una calle maldita (la calle Fear) donde sucedían hechos escabrosos a
adolescentes y niños estereotipados. Como recurso narrativo para poder
construir una inmensa colección de historias que transcurrieran en un mismo
espacio, fue una técnica maestra. Ignoro (y dudo) que Stine haya sido pionero
en esto. Pero sospecho que su obra influyó en otros autores contemporáneos del
momento como Tom B. Stone (¿no es un pseudónimo maravilloso?), autor de la
colección Escuela Ultratumba, y
Christopher Pike, autor de la saga Fantasville.
Tanto Stone como Pike construyeron maravillosos universos donde la acción
transcurre en un mismo pueblo, en un mismo grupo de personajes y amigos.
En favor de Stine diré que, en mi opinión como lector que ha releído varias veces libros de estas distintas colecciones, su narrativa en Pesadilla en la calle Fear tiene una fortaleza que habla muy bien de él como escritor: no se abusa del deux ex machina (como sí sucede en Fantasville hasta extremos incluso molestos). Las historias de Stine suelen ser mucho más sólidas, bien estructuradas y con resoluciones verosímiles dentro de las reglas de su universo. Otra característica podría ser el gusto de Stine por los finales abiertos e “inquietantes”. Es también uno de los que mejor ha logrado imaginar niños y adolescentes que se comporten, efectivamente, como niños y adolescentes.
Sobre los otros dos, Stone usa de
forma maravillosa la intertexualidad. Todos los libros tienen continuas
referencias a otros libros que nos hacen desear, para beneficio editorial,
comprar más libros para enterarnos de las historias detrás de esos detalles. El
premio a la creatividad se lo doy, sin dudar, a Pike (Fantasville, en la costa
oeste de Estados Unidos, tiene un CASTILLO CON UNA BRUJA, ¿qué más se puede
pedir?). Las historias de Fantasville
son siempre historias ambiciosas que involucran viajes en el tiempo, en el
espacio, entre dimensiones fantásticas o cualquier lugar que proponga un
abanico increíble de posibilidades. Lo más importante es que Pike se esforzó en
elaborar una cierta congruencia entre
las aventuras de sus personajes y el carácter sobrenatural de la ciudad.
Hablar de literatura de miedo
para chicos propone, por la naturaleza misma del tópico, una serie de muy
interesantes preguntas. Tomaré hoy la que me resulta más interesante para este
texto: ¿cómo se define el límite del terror en un cuento para chicos? Será, a
fin de cuentas, un libro que se promocione como un libro capaz de dar miedo. Sin embargo, el autor, los padres y la sociedad
aceptan tácitamente que no serán libros que realmente den miedo, ¿o sí? La mayoría de los que nos criamos
viendo Escalofríos de noche podríamos
disentir. Muchas historias lograron darnos verdadero miedo. Sí, los disfraces
eran malos. Sí, muchos finales incluso eran finales
felices. Hoy hay muchos más puntos de comparación y la mayoría son, tristemente,
con sucesos macabros ocurridos en la vida real. Es tonto pretender que un
preadolescente criado en el consumo de videos reales de asesinatos de narcos o
de los videos de la masacre de Nueva Zelanda se impresione por un tipo con un
mal disfraz de hombre lobo. Por la época de Escalofríos,
yo discutía con mis compañeritos de la colonia sobre si El proyecto de la bruja de Blair era algo real (la mayoría opinaban
que sí) y, definitivamente, las historias de Stine entraban en la categoría del
terror.
Cuando Lisa le lee a Bart el poema El cuervo de Poe en el especial de Halloween del episodio 3 de la segunda temporada, tiene lugar al final este diálogo que resume la naturaleza de los chicos que ven los fantasmas del pasado casi con ternura.
¡Ay, Lisa, eso ni asusta! Ni siquiera por ser un poema…
Bueno, fue escrito en 18 45, tal vez la gente se asustaba más fácil antes.
¡Ah, sí! Como cuando ves Viernes 13 parte 1. Es bastante tranquila para lo que hay hoy.
¿Por qué es importante el trazado
de los límites del terror? Sencillamente porque el autor pretende no
transgredirlos. Debe de existir, no obstante, una transgresión —pequeña,
pero transgresión al fin— que convierta un relato meramente fantástico en uno
de miedo. Es decir, el escritor dispone de un espacio reducido para moverse. En
algunos libros de Escuela Ultratumba
aparece una breve descripción de Stone, ahí se menciona que al autor,
curiosamente, no le gustan las películas de miedo (“al autor no le gustan las
anchoas, el brócoli, los calamares, los políticos ni las películas de terror”).
De pequeño consideré más de una vez esta aparente paradoja del escritor.
Hablamos, por lo tanto, de un escritor que se da a la labor de crear un terror muy
particular.
Algo muy interesante del libro Al final de la noche es que Stine añade unas cortas introducciones al principio de cada cuento en el que se explica la anécdota o situación que dio origen a la historia. En la primera cuenta su profundo bochorno al recibir cierta vez, como disfraz de Halloween, un traje de pato (que resultaba gracioso) en lugar de un disfraz de monstruo (que pudiera servir para asustar). En otra cuenta, y la copio íntegra por su inmenso valor como referencia, una mala experiencia con una niñera.
Una noche, cuando era pequeño, vino a casa una niñera nueva para cuidarme. Era joven y guapa, y pensé que pasaríamos un buen rato juntos. Pero me equivoqué de medio a medio. Tan pronto como mis padres salieron, se puso a contarme historias de miedo. Me habló del niño de dos cabezas que iba a su colegio, y del profesor que seguía dándoles clases después de muerto. También mencionó a cierto científico que guardaba en una pecera el cerebro con vida de un ser humano y lo paseaba por todas las fiestas a las que iba. Y de un niño de mi edad que tenía agallas de pez en el cuello y que solo podía respirar debajo del agua. Según ella todas aquellas historias eran verídicas, y yo le creí. Cuando llegó la hora de meterme a la cama, temblaba tanto que no pude pegar un ojo.
Menciona también cierta vez en que, durante una visita a un museo, sus compañeros de la escuela quisieron arrojarlo a la fuerza dentro de un sarcófago con una momia. Bromas paternas durante los viajes largos en carretera en las que insinuaban que los podrían abandonar por ahí si no se portaban bien y una mala experiencia al perderse en una feria estatal que concluye con un viejo de aspecto siniestro que trata de hacerlo entrar en un puesto.
En la contratapa, alguien que probablemente nunca leyó el libro declama frases estereotipadas sobre su valor literario en el mundillo de los libros de terror. “En Al final de la noche se atreve a explorar los rincones más oscuros de la mente humana, aquellos en los que nuestros miedos más secretos se ocultan”. Stine hace, de hecho, lo contrario. Si bien también aclara que muchas de sus historias parten de conversaciones escuchadas en la calle o de preguntarse “¿qué pasaría si…?”, Stine rememora y explora sus propios temores infantiles. Pensemos en las historias de Escalofríos. ¿Qué pasaría si me compro una máscara horripilante y luego no puedo sacármela porque me convertí en el monstruo de la máscara? ¿Qué pasaría si mi familia se muda a una nueva ciudad y resulta que hay hombres lobo cerca? ¿Qué pasaría si mi niñera fuera una practicante del vudú? ¿Qué pasaría si mis padres me abandonan en la ruta?
Son temores que tienen versatilidad y fuerza porque son temores reales. Eso es lo que ha convertido a R. L. Stine en uno de los, verdaderamente, maestros del relato de terror para niños. No solo tiene una redacción sólida que le ha permitido crear historias y personajes verosímiles, sino que ha alimentado las calderas de su carrera literaria con terrores que, por brotar de las raíces verdaderas de los miedos infantiles, resultan cercanos y efectivos a sus pequeños lectores. No solo se trata de fantasmas, vampiros, hombres lobo y demás criaturas “escalofriantes”, también tienen particular importancia los condimentos puestos encima de esos componentes: el abandono, la mudanza, la impotencia, lo incomprensible. Un hombre lobo en sí mismo no es un problema. ¿Pero qué sucede cuando el niño descubre que nadie está dispuesto a creerle? ¿Qué sucede cuando, quizás, un familiar es ese hombre lobo o cuando el niño se siente completamente abandonado a su suerte?
¿Qué sucede? Pues que nos dan escalofríos.
Sin otro particular,
Nemo
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