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La presuposición básica de nuestra era moderna sobre el
adoctrinamiento de los niños por medio de material literario tiene una base
bastante sencilla y siempre presente, sin importar el modelo psicopedagógico en
el que militemos: las cosas se dicen con sutileza. Y es esa sutileza, refinamiento para algunos, lo que ha
hecho que, a lo largo de años de evolución y de metadesarrollo, convirtamos a un
robusto pederasta en un lobo feroz, a un misterioso y seductor pedófilo en un
flautista renombrado o a un padre abandonador en una presunta víctima social.
Ahora bien, hubo un médico que soñó un mundo diferente.