Cada vez que encendemos el televisor, invariablemente nos enfrentamos con un ente abstracto y vacío de contenido que tratará por todos los medios de sembrar nuestras almas (en menor o mayor grado de discordia) con planteos metafísicos o dudas cuasifilosóficas de un calibre semejante a “¿por qué ver a una mujer bailando en un caño si puedo ver a dos?”, “¿por qué todas las modelos son estúpidas?”, “¿por qué la gente inteligente no suele ser atractiva?".
En general, el poder hipnótico de la caja idiota se encarga de anular esa pequeña parte del hombre que le susurra en el oído “ehm, esa pregunta no tiene mucha lógica…”. Y es que, realmente, el daño que le hacen esos programas a la cultura de las sociedades puede espantar a cualquiera con algo de sensatez; excepto, claro, al aficionado a esos programas, aunque dudo mucho que esos individuos lean mi página. Mientras sea más sencillo ver televisión que leer, y eso solo porque para leer hace falta pestañear… o si se quiere plantearlo de otra forma, mientras sea más sencillo percibir imágenes organolépticamente que imaginarlas (con el excesivo gasto de glucosa que conlleva esa tarea, ¿vio?), cualquier utopía de una cultura que fomente la cultura (y vaya que eso suena rimbombante) tendrá siempre un halo de vanidad de vanidades… (Sí, en hipérbole). Hay una de las susodichas e hipotéticas preguntas —no la de las mujeres que bailan en caños, por supuesto— que remite a un tema que ha desvelado al hombre durante siglos: ¿Es
la gente más atractiva menos inteligente? ¿O será que la gente más
inteligente es menos atractiva? ¿Será que me he puesto a divagar
sinceras estupideces con un buen condimento de discriminación digna de
un neófito en esto que los mortales llaman vida? ¿Sera que hago veneno
para las hadas? Bueno, realmente no… pero es innegable para
cualquiera (y reto a cualquiera a negarlo, con buenas apologías) que ese
conflicto se ha discutido por la clase media en apasionados debates
durante generaciones… Poniendo de ejemplo modelos rubias y oxigenadas
que no pueden articular dos monosílabos seguidos o bibliotecarias
siniestras de rostros marmóreos. Y en esta noche gris, gris como el
plumaje de un ave de tormenta, gris como una roca erosionada, los invito a hacer un viaje en el tiempo y en el espacio para rastrear esta cavilación del alma humana.
Responsable: Un hombre llamado Charles Perrault.
Contexto histórico: La Francia del siglo XVII, en 1697.
Cuerpo del delito: Riquete, el del copete.
Cuenta el relato que, en un reino cuya ubicación geográfica exacta es algo difusa, el rey y la reina tuvieron un hijo, su primogénito. El problema es que, al nacer la criatura, la partera lo arrojó al aire al grito de “¡Si vuela es murciélago!". Era tan feo que la madre, en lugar de darle el pecho, le dio la espalda. Era tan feo que tenían que acariciarlo con una rama. Era tan feo que le dolía el rostro. Bueno, queda claro que, por su fealdad, se llegó a dudar de que fuera humano (chascarrillos más, chascarrillos menos). Y su nombre fue Riquete (o Riquet, dependiendo del grado de afrancesamiento de nuestra pronunciación) Copete (porque tenía un copete, ¿viste?). La anomalía del caso fue un hada mágica que se compadeció de la situación y le otorgó a la criatura el don de la demagogia, de la verborrea fluida, de la parla, no sé si usted entenderá: la capacidad de impresionar a la gente con los vocablos que fluyen de su boca. Pero fue más allá, le dio el poder de otorgar su don a quien él quisiera. Ocho años más tarde, en un reino vecino, una reina dio a luz dos hijas. Aunque preocupada por no parir varones, se sintió reconfortada al ver que la primera niña era de una belleza perturbadoramente sobrenatural (aun para estar cubierta de sangre y de placenta). Entonces apareció la misma hada mágica, le dijo que su hija era demasiado bella y que una especie de comité nocturno y secreto de hados había decidido quitarle la inteligencia: la princesita sería una rubia oxigenada tan bella como estúpida. Para mayor desesperación de la reina, su segunda hija era alevosamente fea, paupérrima, si se quiere. El hada la tranquilizó (viendo que se le había ido la mano) declarando que la niña sería tan inteligente como fea. Cuando la reina le rogó que le diera algo de inteligencia a la primera, el hada mintió descaradamente y le dijo que no tenía esos poderes (sería quizás el Día de los Santos Inocentes). Al paso de los años, las dos princesas crecieron. En belleza y estupidez, la primera; en inteligencia y fealdad, la segunda. Al grado de que la mayor llevaba un perico en el hombro que le repetía sin cesar “respire, respire, respire”, y la menor convertía cualquier fiesta en un mitin político con sus ingeniosas alegorías subliminales.
Y así transcurría la vida, más o menos como en cualquier hogar. Finalmente la madre de las princesas instaló una mortal angustia en el corazón de la princesa mayor, repitiéndole sin cesar que no fuera tan estúpida. Un día la princesa fue a un bosque oscuro a derramar lágrimas de dolor y he aquí que de pronto un ser cuasihumano se abrió camino entre la enramada, vestido ostentosamente, pero no por eso menos horrible. El ser no era otro que Riquete, que había oído rumores de la dama y había salido de su reino para conocerla, para admirarla por algunos minutos. Súbitamente complacido por tener a la dama delante de él en un lugar tan aislado, le dirigió la palabra. La princesa, sorprendida de que ese ser no la hubiera abusado, le retrucó con un: “No os toco ni con una flecha lanzada desde un arco largo, mi señor” (claro, no existían los punteros lásers todavía). Y en este momento se llevó a cabo una curiosa conversación. El hombre feo, pero inteligente, dijo: "Alguien con tanta belleza no podría ser infeliz de ninguna forma…". La mujer hermosa, pero idiota, retrucó: "Preferiría ser inteligente, aunque fuera tan fea como Ud.".
¿Quién es más tonto, el tonto o el tonto que sigue al tonto? Lo dejo a criterio del lector. Ahora, Riquete persuadió a la princesa con las siguientes premisas para casarse con ella: yo puedo hacerte inteligente. Te casas conmigo. Te hago inteligente. ¿Captas? Como ella era estúpida, aceptó sin pensarlo dos veces (sin pensarlo ni una vez, de hecho). Entonces su lengua se soltó y comenzó a hablar lúcidamente, como político en campaña. Con la promesa de que se casarían al cabo de un año contando desde ese día, cada uno regresó a su casa. En el reino de la princesa, todos se asombraban de su nueva capacidad lingüística y rápidamente desplazó a su hermana como consejera del rey en cuestiones de política imperialista. Sobre todo destacó en el poder de su discurso de arengamiento.
Al breve tiempo muchos príncipes poderosos trataron de cortejarla y ella los rechazó sistemáticamente. Hasta que se levantó uno que era particularmente poderoso, rico, inteligente y bello. Entonces surgieron dudas en el corazón de la princesa, por lo que fue a despejar su mente al mismo bosque donde se había encontrado con Riquete. En aquel bosque, súbitamente una procesión de bodas sorprendió a la joven. Y la sorprendió aún más cuando el capataz declaró que eran las bodas del señor Riquete las que preparaban, que se celebrarían al día siguiente. En ese momento, todo enjaezado como un caballo elegante, apareció Riquete. Tuvo lugar el segundo dialogo más sugestivo del cuento. La princesa dijo: “Si le planteara esto a un idiota, tendría derecho a quejarse o a negarse, pero puesto que hablo con el hombre más inteligente del mundo y, por ende, razonable, escucha mis argumentos: hiciste mal en darme inteligencia si pensabas casarte conmigo de cualquier manera, porque me abriste los ojos” (por darme inteligencia, fuiste un idiota). El príncipe retrucó: “Si un idiota tiene el derecho de apelar, ¿por qué un hombre inteligente tiene menos condición y derecho…? Si lo único malo en mí es verdaderamente mi repelente aspecto, usted puede subsanarlo” (vamos a los hechos, por favor). La princesa respondió: “Cierto es, ¿pero cómo sería eso posible?”. “Si Ud. me amara, me volvería bello”, declaró el príncipe (como conocía Riquete esta cláusula, es desconocido para el revisionismo histórico). (Sí, esta noche me gusta usar paréntesis). Ella consideró esto razonablemente y, automáticamente, el príncipe se transformó en un galán medieval de gran belleza. Aunque algunas versiones indican que realmente ella tuvo un ataque psicótico y, sencillamente, a su perturbada mente le pareció verlo atractivo.
Conclusiones:
No fue sino hasta que ambos dos fueron inteligentes y bellos que la historia tuvo un final feliz.
Él aceptó a una chica hermosa, aunque idiota (¿superficialidad?).
Ella no aceptó a un chico horrible, aunque inteligente (¿superficialidad con un ligero tinte de sensibilidad?).
La hermana fea, pero inteligente, vivió amargadamente y fue una solterona.
Perrault DIXIT. Hoy en día muchas personas disienten de las conclusiones enumeradas antes (este escritor entre ellas). Espero que esas personas no les lean este cuento a sus hijos, claro que siempre está la alternativa del cuento cuasiinfantil que desarrolle la cuestión de “¿por qué ver a una mujer bailando en un caño si puedo ver a dos?” o similar.
Sin otro particular,
Mr. Nemo
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