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El cielo se tiñe de óxido y sangre. Los ojos tristes de una
chica desaparecida me miran desde un cartel en un corredor del subte… tienen
más vida que los ojos muertos de los pasajeros grises que me rodean; grises
como el cielo nublado. Algunas cosas no cambian. Yo la conocía, por eso me sorprendí. Me sorprendí por estar
conjugando “conocía” en pretérito imperfecto, definible como aquella
conjugación verbal de una acción pasada interrumpida por otra, contrastada con
la realidad presente. ¿Por qué no puedo ser capaz de decir que aún la conozco?
¿Qué oscura melancolía se derrama desde esas nubes plomizas o emerge con
rapidez de esas crujientes baldosas rotas que uno pisa, aunque trate de
esquivarlas? El cielo enmudece, esperando el trueno relampagueante que
sea el preludio de su caída. Cierta página digital de redacción de notas
considera que mi estilo es demasiado subjetivo para contratarme; grises como el
cielo nublado. Algunas cosas no cambian.
El canibalismo es un elemento omnipresente de la narrativa renacentista
de nuestro mundo occidentalizado, desde las escalofriantes leyendas de mesón
sobre la familia de antropófagos Sawney Bean hasta alguna ocasional
mención del recordado Marqués de Sade. Los cuentos infantiles no son precisamente un territorio
inmaculado de este tipo de contenido, en esta noche leeremos otro de los
cuentos de los hermanos Grimm que no ha tenido asimilación por Disney.
El árbol de enebro comienza con los anhelantes intentos y
suspiros de una adinerada pareja infértil para que sus piadosos rezos conmoviesen
al Dios de Abram el patriarca de la fe. De los susodichos ruegos nace un niño blanco como la nieve y de cabello rojo
como la sangre. Ineludiblemente ella, la madre, muere y expresa su deseo de
ser enterrada bajo el árbol donde habría conjurado su ardiente petición. El
hombre no resiste la soledad y se casa con alguna otra mujer noble que, al cabo
de un tiempo, le da una hija. La historia es ya conocida desde este punto: la madrastra
comienza a guardar rencor hacia su hijastro, algún demonio susurra palabras de
odio en su corazón, ella comienza a flagelarlo y maltratarlo de todas las
formas posibles en las que pudiera expresar su malignidad.
El siguiente cuadro involucra una brillante manzana: ella lo
convence de que se meta al baúl de manzanas para recoger una... y le cercena el
cuello con la tapa. Trata de ocultar la cabeza desprendida con una absurda bufanda, pero su hija se
da cuenta, horrorizada. La única salida valida que los retorcidos pasillos
oscuros de la mente de la mujer conciben es descuartizarlo y cocinarlo para su
marido con la complicidad de su hija. En el clímax de esta novela de gore y
sadismo satánicoantropofágico arriba el pobre hombre, sin saber que estaba a
punto de devorar a su hijo ¡y de encontrarlo exquisito! Las versiones reformadas que circulan en la web, hacen que
el cuento exude magia para ocultar y emparchar los horrores descriptos. Magia, metamorfosis, árboles mágicos, resurrecciones en
pájaros. Detalles que se tornan incoherentes a fin de camuflar una perversión
latente demasiado inocultable.
Algunas cosas no cambian, a las futuras generaciones del
periodismo independiente les corresponderá hablar de los cuentos parafílicos
infantiles que se están incubando en el corazón de esta generación gris, muerta
y nublada… como un cielo teñido en óxido y sangre.
Sin otro particular,
Atte.
Mr. Nemo
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